Todos hemos oído hablar de la somatización. Incluso conocemos a alguien que acaba derivado a salud mental por problemas físicos que la medicina no logra encauzar. Por favor, dejemos de distorsionar el concepto y sentemos bien las bases para entender los procesos psicosomáticos: no se tratara de “algo de origen psicológico que te inventas en tu cuerpo”. Se trata de un fenómeno profundamente fisiológico.
Cuando el sistema nervioso se activa de forma crónica en modo simpático (o vago-dorsal), las vías naturales de descarga (huida, lucha, sacudida, llanto, descanso) no logran completarse. La activación queda entonces encapsulada en el cuerpo y comienza a reorganizar sistemas enteros. Lo que aparece como síntomas somáticos no es “algo psicológico disfrazado de físico”, sino la expresión corporal de un proceso nervioso real, sostenido y no resuelto.
Abramos un espacio para comprender qué sucede en cada nivel: muscular, visceral, endocrino e inmunológico. El cuerpo traduce la señal de alarma en un lenguaje distinto en cada uno de ellos, y esos lenguajes se reflejan subjetivamente como dolor, cansancio o malestar difuso: síntomas que, a menudo, la medicina no logra explicar del todo.
Nivel muscular
Quizá lo notes en tu propio cuerpo, es el proceso psicosomático más habitual: hombros que se elevan solos, mandíbula que se aprieta por la noche, una rigidez en la espalda que no se alivia ni con descanso. El cuerpo habla sin palabras. Bajo estrés, lo primero que se activa son los músculos: es la forma más inmediata que tiene nuestro organismo de decirnos “prepárate para la acción”.
¿Cómo se activan los músculos en reacción a la amenaza?
Empecemos por entender cómo reaccionamos ante un estímulo amenazante, la reacción muscular puede darse de tres maneras:
Respuesta inmediata, nerviosa
El sistema nervioso activa la contracción muscular en milésimas de segundo, incluso antes de que las hormonas entren en juego. Es el reflejo que hace que una persona se encoja ante un ruido fuerte o se tense de golpe.
Adrenalina
Unos segundos después, esta hormona refuerza la tensión y prepara al cuerpo para actuar, manteniendo al músculo listo para correr o luchar.
Cortisol
Si la situación se prolonga, este mensajero mantiene el músculo en un estado de “medio encendido” constante. Por eso, incluso cuando ya no hay peligro, la persona sigue apretando la mandíbula, levantando los hombros o contrayendo el abdomen. Lo que en un principio fue útil se convierte, poco a poco, en rigidez, cansancio y dolor.
¿Y qué pasa cuándo un músculo se «congela» a media función?
Ahora que hemos entendido como se llega a colapso de la activación muscular podemos ver como va a afectar a otros sistemas y funciones. Sostenida en el tiempo, esta tensión se manifiesta de varias formas:
Fatiga neuromuscular
Se percibe como cansancio y debilidad, porque el músculo, al estar activado de forma continua, se agota. Vive encendido pero sin fuerza real para responder.
Alteración de la propiocepción
Los músculos tensos modifican la forma en que el cuerpo percibe su estado. La tensión se vuelve tan habitual que deja de sentirse como algo extraño, convirtiéndose en una especie de “nueva normalidad”.
Dolor crónico y sensibilización central
La contracción mantenida activa los receptores del dolor y hace que el sistema nervioso se vuelva más sensible. Así, puede aparecer dolor persistente incluso sin esfuerzo físico ni lesión aparente.
Cambios vasculares locales
Un músculo que no se relaja comprime sus propios vasos sanguíneos. Circula menos sangre, se acumulan desechos y aparece rigidez, calambres o esa sensación de estar “cargadas”.
La coraza muscular
La tensión muscular no se queda en la superficie. Los músculos forman una coraza que también presiona los órganos y limita su movilidad natural. Un diafragma rígido dificulta la respiración profunda, una faja abdominal tensa enlentece la digestión, una caja torácica encogida condiciona la expansión del corazón.
👉 El músculo no solo responde al estrés: se convierte en un almacén de su memoria, transmitiendo esa experiencia a niveles más internos.
Nivel visceral
Cuando el estrés se vuelve cotidiano, no solo lo notamos en los músculos: también afecta a los órganos internos. Es como si el cuerpo decidiera que lo más importante es sobrevivir al peligro, aunque para ello tenga que sacrificar funciones básicas como digerir bien, respirar profundo o mantener un ritmo cardíaco estable.
Aquí sucede algo muy interesante: las vísceras no reaccionan siempre igual. A veces se frenan, otras se aceleran. La teoría polivagal nos ayuda a entender estas oscilaciones como expresiones viscerales de la alternancia funcional entre el sistema nervioso simpático y el vago dorsal. Y lo interesante es que muchas personas viven atrapadas oscilando entre uno y otro. Esto explica por qué algunos, bajo estrés, experimentan digestiones lentas y pesadas, mientras que otras acaban corriendo al baño con urgencia.
- En el estómago, la tensión puede provocar un exceso de ácido (acidez, reflujo, gastritis) o un enlentecimiento del vaciado gástrico (digestiones pesadas, sensación de “bola en el estómago”).
- En el intestino, la dualidad es aún más clara: puede bloquearse (estreñimiento, tránsito lento) o acelerarse (diarrea), y muchas veces alterna entre ambos extremos.
- En el corazón, el pulso se acelera y la sangre se concentra en los grandes grupos musculares, dejando menos circulación en manos y pies. Por eso pueden sentirse frías, sudorosas o con hormigueo.
- En la respiración, un diafragma rígido impide inspirar con amplitud. Entonces respiramos más rápido y superficial, lo que da sensación de falta de aire o de no llenar bien los pulmones.
- En la sudoración, el cuerpo se comporta como si estuviera siempre listo para huir o luchar: manos húmedas, pies fríos, sudor excesivo incluso en reposo.
Pero hay algo más profundo: este modo de funcionar cambia el terreno interno del organismo.
Una respiración superficial altera el equilibrio químico de la sangre.
Una digestión ineficiente genera más desechos y fermentación.
La tensión sostenida reduce la buena circulación en los tejidos.
Todo esto va creando un medio más ácido e inflamado, como si el cuerpo viviera en un estado de irritación constante. Al principio se percibe como cansancio, digestiones incómodas o malestar difuso, pero con el tiempo abre la puerta a problemas mayores.
👉 Así, lo que debería ser un sistema de emergencia puntual se convierte en un patrón de vida cotidiana. Y lo que antes nos salvaba, ahora nos desgasta desde dentro.
Nivel endocrino
Si los músculos y las vísceras son los primeros en hablar, las hormonas son las encargadas de mantener encendido el mensaje. El cuerpo tiene un “termostato interno” —el eje que conecta el cerebro con las glándulas suprarrenales— que regula la alarma del estrés. Al principio funciona como un mecanismo protector, pero cuando se mantiene activo durante demasiado tiempo, comienza a desgastarnos.
Adrenalina: es la chispa inmediata. Aparece en segundos, acelera el corazón y da fuerza a los músculos para reaccionar al instante.
Cortisol: es la llama sostenida. Mantiene la energía encendida cuando el peligro se alarga, asegurándose de que haya glucosa y recursos disponibles para seguir en alerta.
El problema surge cuando esa llama nunca se apaga. Un nivel alto de cortisol durante semanas o meses convierte la tensión en un estado habitual:
- Los músculos se consumen y se pierde fuerza, mientras que la grasa se acumula en la tripa.
- El sueño se interrumpe o se vuelve ligero, y cuesta concentrarse.
- La memoria falla, como si la mente estuviera siempre en “modo supervivencia”.
- Las defensas bajan y la persona enferma con más facilidad.
Con el tiempo, este eje puede agotarse: ya no responde con fuerza y aparece una sensación de fatiga crónica, como si el cuerpo se hubiera quedado sin gasolina para encender la llama.
El cortisol es el puente entre los órganos y las defensas. En pequeñas dosis, regula y protege: calma la inflamación y da energía para afrontar lo que sucede. Pero cuando se mantiene elevado demasiado tiempo, ese puente se resquebraja. Ya no modula bien, y lo que antes era equilibrio se convierte en desorden: los órganos siguen funcionando bajo tensión y el sistema inmune comienza a desorientarse, debilitándose a veces y reaccionando en exceso otras.
👉 El nivel endocrino nos muestra cómo una ayuda diseñada para ser temporal se convierte, bajo estrés sostenido, en una fuente de desgaste silencioso que afecta a todo el organismo.
Nivel inmunológico
Las defensas también sienten el peso del estrés. Al principio, el cuerpo reduce su actividad inmunitaria para ahorrar energía: como si dijera “ahora no puedo ocuparme de virus ni bacterias, necesito toda la fuerza para sobrevivir”. Es lo que denominamos inmunosupresión. Por eso, en épocas de tensión prolongada, algunas personas son más propensas a resfriados, infecciones o a tardar más en recuperarse.
Pero cuando la situación se prolonga, las defensas dan un giro y comienzan a desregularse. En lugar de actuar con precisión, entran en un estado de irritación constante, encendiendo una inflamación que nunca se apaga del todo. Esa inflamación silenciosa puede manifestarse como dolores difusos, cansancio persistente o malestar general.
En algunos pacientes, este desequilibrio llega más lejos y el sistema inmune se confunde: empieza a atacar al propio cuerpo. Es lo que sucede en enfermedades autoinmunes como la tiroiditis, la artritis o la psoriasis.
Y hay un tercer efecto que cada vez reconocemos mejor: la hiperreactividad inmune. Aparecen sensibilizaciones, intolerancias y alergias. El intestino, más permeable por efecto del estrés, deja pasar sustancias que antes no generaban conflicto. El sistema inmune, nervioso y desconfiado, las interpreta como amenazas: surgen intolerancias alimentarias, reacciones alérgicas más intensas o incluso nuevas alergias, y sensibilidades a olores o químicos que antes no molestaban. Es lo que se llama sensibilización central.
👉 Así, lo que debería ser un guardián que protege con equilibrio se convierte en un vigilante nervioso: a veces se queda dormido y deja indefensa a la persona, y otras dispara la alarma contra lo que no representa un verdadero peligro.
Escucha tu cuerpo y deja de pelearte con los síntomas
La somatización no es una invención ni un capricho de la mente: es el lenguaje del cuerpo cuando ha vivido demasiado tiempo en modo alarma. Los músculos, las vísceras, las hormonas y las defensas se organizan para protegernos, pero si no encuentran descanso, terminan convirtiéndose en la huella misma del estrés.
Comprender esto nos invita a mirar los síntomas de otra manera: no como enemigos a silenciar, sino como señales que muestran que el cuerpo necesita calma, cuidado y reparación.
Escuchar ese lenguaje con atención es el primer paso para recuperar equilibrio y transformar la memoria del estrés en un camino hacia la salud.
Si te has sentido reconocida o identificado en lo que has leído, quizás ha llegado el momento de escuchar y aprender a interpretar lo que tu cuerpo quiere contarte. En el árbol, centro de psicología y salud integral, podemos acompañarte en ese camino. Contáctanos, nuestro trabajo es escuchar tu historia.