La somatización suele entenderse mal: se confunde con “todo está en tu cabeza” , como si como si el dolor, el cansancio o el malestar fueran inventados. Nada más lejos de la realidad. La somatización es el modo en que el cuerpo traduce en síntomas aquello que no encuentra palabras ni salida: la tensión emocional, el estrés sostenido, la sobrecarga de la vida diaria. Los síntomas no son casualidades.
En el anterior artículo desgranamos la fisiología que está debajo de los procesos psicosomáticos. En este artículo te propongo una mirada más amplia y humana desde el modelo bio-psico-social. Vamos a analizar cinco fundamentos psicológicos que subyacen a la somatización, y cómo se relacionan con un contexto social y cultural que nos entrena a silenciar e ignorar lo que sentimos, contribuyendo al aumento del desequilibrio interno
La necesidad de descarga
Nos hemos entrenado. Hemos aprendido a tragar saliva cuando la garganta pide un sollozo, a sonreír cuando por dentro late la rabia, a seguir adelante cuando lo que necesitábamos era caer rendidos. Esos gestos —tan pequeños, tan normales en la vida diaria— son en realidad una renuncia a la descarga natural que el cuerpo necesita. Esa es la pedagogía invisible de nuestra cultura: aguantar, producir, disociar.
El cuerpo, sin embargo, no entiende de protocolos sociales ni de corrección. El cuerpo necesita darle expresión a lo que está sucediendo: llorar, gritar, correr o temblar. Cuando bloqueamos esos gestos, la vida se queda atrapada en los músculos, en el estómago, en la piel. Lo que no dejamos salir se queda dentro, encarnado como tensión, dolor, cansancio.
La necesidad de descarga es algo profundamente biológico, tan antiguo como los propios instintos de supervivencia. El cuerpo, cuando detecta un peligro, se activa para soportarlo y se prepara para actuar: los músculos se tensan, el corazón late más rápido, la respiración se acelera, las hormonas de alerta circulan. El sistema nervioso recluta toda la energía disponible y esa energía pide una salida, pide una acción.
En los animales, esa salida es clara: huyen, pelean, tiemblan, vocalizan, se sacuden. Después de la acción, el cuerpo se vacía de esa carga y puede volver a la calma. Es como si la naturaleza hubiera diseñado un “ciclo completo”: activación → acción → descarga → descanso.
El bloqueo de la descarga
En nosotros, los humanos, la historia se complica. Reprimimos la acción continuamente. No pudimos salir corriendo del cole cuando se reían de nosotros. Si tu jefa es una déspota, no puedes gritarle en protesta ni romper a llorar de impotencia. Si tengo una presentación importante, no está bien visto que tiemble. El cuerpo ha generado toda la energía para defenderse, pero no encuentra el gesto instintivo para liberarla. Es lo que llamamos “bloqueo de la descarga”.
Detrás de este bloqueo existen distintos condicionamientos. Una es la represión emocional aprendida: el “no llores”, “no te enfades”, “no seas débil” que escuchamos desde pequeños y que nos enseñó a tragar emociones. Otra es la imposibilidad de acción cuando sentimos miedo, rabia o dolor. No hay nada que podamos hacer física o inmediatamente cuando se queman los bosques por un mal mantenimiento, cuando se extermina un pueblo, cuando un jefe acosa o abusa o si tu vecino sistemáticamente no te deja dormir.
Lo que no se expresa se queda dentro, atrapado en forma de tensión, síntomas o, a la larga, enfermedad. Está claro que, como humanos, tenemos que aprender a descargar en el momento, lugar y modo apropiado. El problema es que cuando escapamos de la situación que causó la “carga” nos olvidamos de la necesidad de descarga. No hay tiempo. “hay que seguir adelante”. Nos parece improductivo llorar diez minutos, pero nos parece normal enfermar meses enteros.
Es necesario recuperar la confianza en lo más simple, en lo que el cuerpo sabe hacer. Llorar, temblar, gritar o moverse no son signos de debilidad, son gestos de salud, actos instintivos de equilibrio. Así que habrá que buscar el momento, aprender cómo y concedernos el permiso. Porque ahí donde la cultura nos dice “controla”, el cuerpo susurra “suéltame”.
La disociación
¿Cuántas veces te has sorprendido funcionando en piloto automático, como si tu cuerpo siguiera adelante mientras tú no estabas del todo presente? Es esa sensación de estar, pero con la mente lejos, desconectada, anestesiada. A veces es más sutil: no sentir el propio cansancio hasta que el cuerpo se rompe, no registrar la rabia hasta que explota en un dolor de estómago. Esa es la experiencia cotidiana de la disociación: estar, pero no habitarse.
La disociación no es un fallo, es una estrategia de supervivencia. El sistema nervioso tiene la capacidad de “desconectar” cuando lo que sentimos es demasiado intenso para procesarlo. El cerebro límbico-emocional activa memorias, imágenes y sensaciones, pero la corteza prefrontal-consciente “apaga la luz” para que no nos desborde. Es como un cortafuegos: nos protege del incendio inmediato, pero deja brasas encendidas que después se convierten en síntomas.
A veces disociamos a nivel corporal, perdemos sensibilidad al dolor o ignoramos sensaciones como el hambre o la sed porque nuestra mente está enfocada en otra cosa. Otras veces la disociación es emocional. Nos desconectamos de lo que sentimos y nos cuenta identificar si estamos tristes, enfadadas o asustados. La emoción queda “fuera de registro”, no porque no exista, sino porque aprendimos a no mirarla a fuerza de reprimirla o no darle salida. La disociación también puede ser cognitiva, tomando forma de lagunas de memoria, sensación de vacío mental o falta de concentración.
Cada uno de estos niveles tiene un correlato en la somatización: lo que no se registra en la conciencia busca salida en el cuerpo. El dolor sin causa aparente, la fatiga persistente, los síntomas difusos son a menudo la huella de aquello que fue disociado.
Vivir en automático
Nuestra cultura se ha convertido en una gran máquina de disociación. Vivimos en “modo pose”, en la vida hacia afuera, en la productividad y la imagen. Hemos aprendido a funcionar sin preguntarnos cómo estamos, a tapar el cansancio con café, la tristeza con pantallas, la ansiedad con ocupación constante. El resultado es una vida automática donde no hay tiempo ni permiso para escuchar las señales del cuerpo. Y cuando no escuchamos, el cuerpo grita a su manera: con síntomas, con enfermedad, con colapso.
La disociación no es solo un mecanismo individual, es un fenómeno colectivo. Una sociedad que no tolera la vulnerabilidad ni la pausa empuja a sus miembros a vivir fuera de sí mismos. Recuperar la presencia —volver a habitar el cuerpo, reconocer las emociones— es un acto íntimo y también político: un gesto de resistencia frente a una cultura que nos quiere eficientes pero desconectados.
El desajuste en la narrativa interna
Hay experiencias que nos atraviesan y para las que no tenemos palabras. Lo notamos como un nudo en la garganta, como un peso en el pecho o como un cansancio inexplicable. No sabemos cómo contarlo, no encontramos a quién decirlo o incluso no logramos entenderlo nosotros mismos. Esas vivencias sin relato no se desvanecen: se quedan en el cuerpo, esperando un lenguaje que nunca llega.
El cerebro necesita integrar la experiencia en un relato coherente. El hipocampo organiza recuerdos, el lenguaje les da forma, y la corteza prefrontal los coloca en una narrativa temporal: “esto pasó, me pasó a mí, y ya terminó”. Cuando esa integración falla —porque el dolor es demasiado, porque no hay recursos, porque no hay escucha—, la experiencia queda “en bruto”. El sistema límbico la retiene como memoria implícita, y el cuerpo la expresa a través de síntomas.
Lo innombrado, las emociones sin nombre se convierte en ansiedad difusa, en malestar general. Lo incoherente, los recuerdos fragmentados, sin relato se transforman en flashbacks y sensaciones corporales súbitas. Lo silenciado, las experiencias sin espacio para compartirse, se instauran como síntomas persistentes sustitutos del relato.
Si la represión emocional corta la expresión de lo que sentimos, el desajuste narrativo va más atrás: corta la posibilidad de comprender y simbolizar. El resultado es el mismo: lo que no se dice, se encarna.
El ruido y el silencio
Vivimos en un mundo saturado de discursos y, paradójicamente, lleno de silencios. Se nos empuja a contar historias que “vendan”, que sean digeribles, compartibles en redes. Pero no se nos enseña a narrar lo íntimo, lo roto, lo incompleto. La cultura de la imagen nos condena a vivir experiencias sin relato, y cuando no hay relato, habla el cuerpo. El dolor de espalda, la fatiga, el insomnio son a menudo la escritura silenciosa de lo que no supimos decir.
Nombrar es ordenar. Dar palabras es liberar. No se trata de buscar un discurso perfecto, sino de permitir que lo vivido tenga voz y lugar. Cuando logramos poner nombre a la experiencia —aunque sea torpemente—, el cuerpo ya no necesita cargar con toda la memoria. Y ese gesto íntimo de narrar también es un acto cultural: resistir a una sociedad que nos quiere mudos en lo esencial y ruidosos en lo accesorio.
La sobrecarga sensorial y cognitiva
Hay días en los que llegamos a la noche con la sensación de tener la cabeza llena de ruido. No ha pasado nada concreto, pero sentimos cansancio, irritabilidad, dificultad para concentrarnos. Es como si hubiéramos pasado el día “consumiendo” estímulos sin descanso: conversaciones, notificaciones, noticias, pantallas. El cuerpo, de pronto, se queja: nos duele la cabeza, el estómago se revuelve, cuesta dormir.
El sistema nervioso está diseñado para alternar momentos de activación con momentos de reposo. Cuando la estimulación es excesiva y continua no puede regularse. El sistema simpático queda activado en modo de hipervigilancia, un estado de alarma sostenida sin peligro real.
Así es como la sobrecarga sensorial, demasiados estímulos visuales y auditivos, está a la base de muchos de los problemas de sueño y las migrañas. El exceso de información y la multitarea, la hiperestimulación cognitiva, produce estados de bloqueo mental, fatiga, olvidos. A nivel emocional, cuando no alcanzamos a procesar lo que sentimos, comienza esa sensación de ansiedad, vacío, sensación o desconexión.
Sepultados en información
Vivimos inmersos en un tsunami de estímulos. Las pantallas nos bombardean con información constante, las redes hackean nuestro cerebro con microdosis de novedad que saturan la atención y nos hacen cada vez más dependientes de la estimulación rápida, viciando un sistema nervioso que ya no puede quedarse quieto.
Esto nos hace confundir la estimulación con la calma. Necesitamos más ruido para distraernos de nuestro propio malestar, sin darnos cuenta de que esa sobrecarga nos intoxica: el sistema nervioso, que no encuentra reposo, se satura hasta el agotamiento. El silencio, la pausa, el vacío… hoy parecen amenazas. Nos da miedo aburrirnos, nos da miedo parar. Pero el sistema nervioso necesita esos espacios para depurarse, igual que los pulmones necesitan exhalar. Recuperar la calma no es buscar más estímulos, sino atrevernos a dejar de necesitarlos. Y en esa renuncia está también una resistencia cultural: reaprender a habitar el tiempo lento en un mundo que nos quiere adictos a la velocidad.
La memoria implícita y la memoria somática
Hay veces en que reaccionamos de una forma que no entendemos. De repente sentimos ansiedad, el corazón se acelera, o aparece un dolor físico. Pensamos que no tiene lógica. Pero es posible que el cuerpo sí sepa lo que hace. Es posible que esa reacción esté anclada a un eco del pasado: aquello que vivimos de niños —o de adultos— en medio del miedo, de la tensión o de la amenaza, y que hoy se reactiva en nuestro cuerpo aunque la mente no lo recuerde. Un olor, un tono de voz, una situación cotidiana… y ese dolor aparece de nuevo.
Desde la neuropsicología hablamos aquí de memoria somática implícita y condicionamiento. Esto significa que el sistema nervioso aprende respuestas corporales automáticas y tiende a repetirlas. Si en la infancia tu cuerpo reaccionó a una situación amenazante con dolor de estómago, esa misma vía queda facilitada para reaparecer en el futuro.
Dependiendo de la duración e intensidad de esa experiencia amenazante que viviste, es posible que tu sistema nervioso quede más sensible y que entre en alerta y en modo supervivencia con mayor facilidad. Y quizás esa respuesta somática inicial que experimentaste en modo de dolor o malestar físico que de facilitada, de modo que se active de nuevo con más probabilidad. Es más, tu cuerpo puede generalizar esa reacción de defensa a otras respuestas asociadas, entonces aparecen nuevos síntomas. El círculo se cierra cuando estímulos aparentemente neutros pero que tu inconsciente asocia con amenaza —un gesto, un tono de voz, un ambiente— pueden disparar la reacción corporal aunque no haya peligro real.
Medicalizar sin sanar
Así, lo que parece un síntoma sin sentido es, en realidad, la memoria del cuerpo repitiendo el eco de lo vivido. En lugar de escuchar el síntoma, nuestra cultura suele despreciarlo. Se distorsiona lo que significa “de origen psicológico”, como algo “no real”, como exageración, debilidad, histeria. Se patologiza o se medicaliza la sensación del malestar, pero no se trata el origen. Este desdén social silencia el síntoma en lugar de escucharlo, y perpetúa entornos que enferman: trabajos hostiles, relaciones de maltrato, dinámicas familiares violentas.
La somatización es, muchas veces, la primera señal de pequeños o grandes traumas vividos. Escucharla a tiempo puede ser la diferencia entre seguir atrapados en una dinámica enfermiza o abrir un camino hacia el autocuidado.
El cambio de paradigma
La somatización no es un error, es un aviso. Es la voz del cuerpo cuando la mente calla, cuando la emoción se reprime, cuando la vida cotidiana se convierte en un goteo de tensión a punto de rebosar. En lugar de silenciar los síntomas, podemos aprender a escucharlos como señales de lo que necesita atención, cuidado y transformación. Tal vez el verdadero cambio cultural empiece aquí: en honrar lo que el cuerpo nos dice y concedernos la pausa, la descarga y la presencia que nos devuelven al equilibrio.
En palabras de Gandhi “ sé el cambio que quieres en el mundo”.
En el árbol acompañamos a personas a comprender y descifrar sus señales corporales, a dar voz a sus sentimientos y necesidades, a vivir de un modo más consciente. Contacta con nosotras, nos gustaría oír tu historia.